Hace dos meses, mientras me tomaba mi cafe de la mañana, recibí una llamada de Claudia. Tan solo con escuchar su voz, disfruté una ligera erección que tuvo que apaciguarse cuando me contó su verdadero propósito. Sí, quería verme esa noche, perfecto, pero no en mi departamento para gozar de sus caderas, sino en un restaurante, acompañada de su novio y una amiga que prometió encantadora y justa para mí. “No te adelantes demasiado”, le dije, detesto esas salidas. La verdad es que nunca me han gustado las citas a ciegas, pero si Claudia era quien lo proponía, me hacía pensar que podría ser el inicio de una orgía o de un intercambio. Como fuera, acudí a la cita con optimismo, todo el cuerpo recién aseado y el calo a flor de piel. La susodicha se llamaba Feliza, una compañera de trabajo de Gerardo, el novio de Claudia. Era tarde y comenzamos a pedir.
Mientras Gerardo comía con lentitud su sopa, comencé a desanimarme. Seguramente no ocurriría nada, el tipo es demasiado convervador para presentarme realmente a una mujer espectacular, como la de mis fantasías. “No cogeré esta noche, maldita sea”. En ese pensamiento melancólico me encontraba, cuando Feliza saludó a Claudia desde la entrada del restaurante. Al sentarse, comprobé lo que había calculado a distancia, sus caderas tenían fuego y el escote abultado emanaba el aroma a cítricos que acelera mi sangre. No tuvo que hablar demasiado para querer morder sus labios y cuando me miró por primera vez, la imaginé bajándome el cierre. Era perfecta. Todos hablaban y reían, yo tuve que contar sobre mi trabajo y cuando ella sonreía, pensaba que el mundo era muy cruel, ¿por qué no estaba ya acariciándome el miembro sobre mi pantalón?
Ahora Feliza corre por el parque enfundada en sus deliciosos pants verdes y yo troto detrás. El ritmo con el que se zarandean sus caderas anuncian cómo moverá su cuerpo moreno montada en mi entrepierna en unos minutos, el modo en que brinca su coleta de un lado a otro, a cada paso, anticipa su gesto de placer y, mejor aún, los vellos arremolinándome en su nuca prometen su piel erizada, pidiendo mi lengua. Traigo una erección importante tan solo de ver su figura menuda por el sendero frío del parque.
Después de la cita a ciegas, era evidente que tenía que volver a ver a Feliza. Durante la cena contó que disfruta correr en un parque cercano a mi casa. Sin dudarlo ni un momento, le dije que me encantaría compañarla algún día y, después, me gustaría llevarla a mi casa a echarse un regaderazo y enjabonarla completita para luego pasar mi lengu hasta secarla y volverla a mojar. Eso último solo lo imaginé, por eso ella sonrió y dijo que estaría genial que la acompañara a correr alguna mañana. Fue justo el paso que esperaba. Cuando pagamos la cuenta, Claudia y Gerardo se despidieron. Sonreí al ver que estábamos solos. “¿En dónde la seguimos?”, preguntó y su aroma cítrico, cálido, viajó hasta el rincón más oscuro de mi cerebro, donde ella está desnuda, acariciándose la entrepierna. Desperté del ensueño y me la llevé sonriente a casa. “Te invito otro trago”, le dije.
Feliza se desvía del sendero y reaparece en un cúmulo de jacarandas. La persigo entre los árboles, dejándome llevar por sus pasos sobre las hojas secas. Se detiene ante un lodazal que envuelve las raíces de una jacaranda gruesa en lo alto de la colina. Voltea, se recarga en el tronco y me mira.
En casa, después de la cena, compramos un whisky y al servir los tragos, platicamos sobre Claudia y Gerardo la mayor parte del tiempo, de cómo parecen sombras aburridas después de tantos años juntos. Mientras ella hablaba, sabía que, entre líneas, me decía que, pasara lo que pasara esa noche, no tendríamos una relación formal. Entre líneas decía que no deseaba eso, al menos de mí y que pretendía que no me ilusionara y solo cumpliéramos nuestro papel de amantes y nuestras fantasías, como hacerlo en un parque público o masturbarnos en un avión rumbo a la playa. Entre líneas decía que, le temía al rechazo casi tanto como yo. Y yo, con ganas de bajarle la tanguita con los dientes, con ganas de poner mi lengua entre sus nalgas heladas por la noche, asentía sobre todas y cada una de sus ideas. Pero hasta ahí llegó toda mi condescendencia, porque cuando comenzó a hablar sobre política, televisión o música, me ensañé contradiciéndola, como si fuera la mujer menos preparada del país, quizá la de curvas más pronunciadas y suculentas, la de ojos más libidinosos y labios gruesos listos para el atasque, pero la menos preparada en todo lo importante de la vida, si es que en realidad hay algo más importante que la carne. Después de un par de whiskys y señalamientos acalorados, su respiración estaba tantito más acelerada que de costumbre, así que puse mi mano en su pierna tibia y suave; ella acercó su su cuerpo frondoso, puso sus labios en mi boca y su mano en mi mejilla, soltó su aliento cítrico y con la sensación de que el aire provenía de su cuerpo, metí mi mano por debajo de su falda. Fue el inicio de una gran amistad.
Recargada en el árbol, ahora, con las piernas cruzadas y las manos emarrándose de nuevo el cabello, me dice “ven” con la mirada. Llego y la beso, de sus labios húmedo y blandos aparece su lengua arropada por el aliento de las siete de la mañana, entre cítrico y cereal. Volteo a mirar hacia atrás y nadie corre por ahí, pero detrás de neustro árbol entre ramas y troncos, hacia debajo de la colina, se mira un fragmento del sendero con gente corriendo con indiferencia.
Vuelo a arremeterla contra el árbol, ahora con más intensidad, la beso no solo en los labios, también en el cuello, en su pecho, cada vez más hacia abajo, mientras mis manos buscan sus senos debajo de su blusa. Lleva prisa. Se quita la blusa junto con la sudadera en un solo movimiento y me muestra sus pechos, sustanciosos y alegres, con los pezones breves y los poros erizados, humedecidos por el rocío de la mañana. Tomo su pecho izquierdo como si fuera un ánfora de leche en medio del desierto, rodeo su pezón erecto con la lengua, cada vez más cerca del centro hasta cubrirlo con mis labios y chuparlo, rozando mis dientes con suavidad. Escucho su respiración y miro hacia el sendero. Nadie. Meto mi mano debajo de sus pants, recorro su pubis recién recortado y mis dedos se hunden en la humedad de sus labios vaginales. Los muevo sobre el clítoris al mismo ritmo que saboreo sus pechos y ella gime suavemente, abre las piernas un poco más y mece mis cabellos. Justo cuando mis dedos índice y medio entran en su vagina, siento el contraste entre el fervor de su cuerpo y la mañana fría, ella me tom de los hombros y me empuja hacia el lodo. Mira la erección que ya no puede más en mi entrepierna, se inclina y después de darme un beso, baja los pants y descubre mi pene, lo acaricia con los labios y rodea con la lengua. Cuando me ve, sus ojos son mezcla de lujuría y alegría, como si estuviéramos robando un banco. Yo miro hacia el sendero y un par de personas se detienen, mirando hacia el otro lado. Miro hacia el cielo, adornado por las ramas de la jacaranda y siento cómo ella sube su mano para alzarme la playera y lamer mi vientre y mis pechos con sutileza. “Ya, bájate los pants”, le pido. Ella voltea a mirar a las dos personas que se habían detenido, ve cómo se sientan a descansar. Baja sus pants poco a poco, mostrándome cada centrímetro su carne fría por el rocío, sus nalgas como duraznos y sus piernas morenas y jugosas. Voltea hacia mí y, sin quitárselos por completo, abre las piernas y se sienta en mí, sumergiéndome en sus entrañas, suaves, húmedas y sofocantes. El frío matutino hace el calor de nuestros cuerpos todavía más intensos. Pongo mis manos en su cintura y la ayudo a moverse de arriba abajo sin perder el equilibrio.
Uno-dos, uno-dos. Cuando veo hacia el camino, los dos que antes se veían sentados tranquilos, han comenzado a caminar hacia nosotros, señalando. Le aviso a Feliza y ella no se detiene, al contrario se quita los tenis y pone sus rodillas en el lodo para que la penetre con más profundidad. Sus gemidos sugieren que está a punto de llegar al orgasmo, así que lo la molesto más y mientras las dos figuras del sendero se acercan, me muevo a su compás y llevo mis labios a sus pechos. Mi pene está al borde, hirviendo, a punto de derramarse. Y ella se mueve cada vez más rápido, con sonidos potentes y exuberantes. Por fin, cuando las dos figuras están a nuestro lado, ella estalla en un grito cálido y genuino, yo descargo con ganas, arqueando mi cuerpo hacia atrás para mirar las ramas oscuras con el cielo nublado como fondo. A nuestro lado, Claudia comienza a besar a Gerardo, mientras Feliza me mira con la sonrisa exhausta, la piel aceitada y el aroma cítrico esparciéndose en el aire.
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